Por qué el fulastre no era Trump sino los que se reían de él

Joaquim

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Por qué el fulastre no era Trump sino los que se reían de él

Cómo el bloque progresista perdió la batalla cultural contra Trump al fiarlo todo a la superioridad moral en un contexto de hartazgo explosivo

Animales de compañia

Carlos Prieto

10.11.2016 – 17:28 H.

No ha habido trabajo más fácil en 2016 que el de presentador de informativo satírico de la televisión estadounidense: bastaba con decir que Donald Trump era un fulastre (y sus potenciales votantes más cretinos todavía) para que la audiencia progresista se rompiera las manos a aplaudir. Lo curioso es que el modus operandi de la prensa seria y de la campaña de Hillary Clinton para combatir a Trump ha sido muy parecido: superioridad moral contra la (denunciaban satisfechos) idiocia trumpista. ¿Pero quién es aquí el fulastre en realidad?

El año electoral ha consistido básicamente en jugar al juego propuesto por Trump, el de la batalla cultural (o sea, choques entre conservadores y progresistas en torno a la moral, las costumbres y los estilos de vida). En efecto, la campaña que ha llevado a Trump en la Casa Blanca ha sido el ejemplo más depurado y chirriante vivido hasta ahora de guerra cultural. Trump ha jugado a fondo la baza de incendiar al progresismo cultural a golpe de improperio. No ha quedado minoría racial por difamar, feminista por insultar, ni izquierdista por soliviantar... Trump ha ganado esta refriega por KO técnico; entre otras cosas, por la suficiencia moral con la que el bloque progresista entró al trapo. Obviamente la batatilla cultural no ha sido el único motivo de la victoria de Trump -la incapacidad de los demócratas para leer el malestar social pasará a la historia- pero sí ha sido un factor clave.

La élite progre

Contexto: En los años noventa, los neocon estadounidenses convirtieron la guerra cultural en una lucha de clases a la inversa: las élites ya no eran los ricos sino los esnobs progresistas; esos neoyorquinos cosmopolitas que vivían a lo grande, veían cine afrancesado y se burlaban de los granjeros precarios del Medio Oeste por sus hobbies -las carreras de coches de la Nascar- y sus opiniones conservadoras sobre moral sensual.

El contraataque cultural necon triunfó porque -al margen de su chusca distorsión de la lucha de clases a golpe de resentimiento- se apoyaba en malestares reales, y hasta tuvo algo de profecía autocumplida: un cuarto de siglo después, “progre” y “élite” se han convertido en sinónimos. ¿Hay algo más mainstream (y más calcinado) hoy día que figuras de grandes partidos progresistas internacionales como Felipe González y Hillary Clinton?

Por otro lado, el descrédito de los vips culturales progresistas como prescriptores políticos ha alcanzado máximos históricos en 2016: la farándula progre internacional clamó contra el Brexit y contra Trump, con el éxito ya conocido, incapaces de dinamizar una alternativa política a la austeridad que fuera más allá del 'votad a los nuestros hagan lo que hagan, que los otros son fulastres y están locos'.

No es extraño que el escritor y periodista Thomas Frank, el mayor experto estadounidense en guerras culturales, fuera uno de los primeros en alertar en marzo de este año de que ridiculizar a Trump en lugar de tomárselo en serio no era buena estrategia. Y es que, el trumpismo era una versión mejorada de las guerras culturales noventeras de los neocon: al discurso antiprogre tradicional se le sumaba una novedosa andanada contra el establishment financiero. La derecha se echaba al monte en plena era del malestar social. Trump era un enemigo mucho más temible de lo que parecía. O los demócratas lograban contrarrestar políticamente los cañonazos del trumpismo contra el daño que la deslocalización y el libre comercio habían hecho al cinturón industrial de EEUU... o iban a tener un serio problema.


“Los mensajes de Trump dan forma al contraataque populista contra el liberalismo que ha ido cobrando forma lentamente durante décadas y podría llegar a ocupar la Casa Blanca, cuando todo el mundo se verá obligado a tomar en serio sus locas ideas. Sin embargo, aún no podemos afrontar esta realidad. No sabemos admitir que nosotros, los de ideas progresistas, tenemos alguna responsabilidad en el ascenso de Trump, a causa de la frustración de millones de personas de clase trabajadora, de sus ciudades arruinadas y sus vidas en caída libre. Es mucho más fácil burlarse de ellos por sus almas retorcidas y racistas, y cerrar los ojos ante la evidente realidad de la que el trumpismo es sólo una expresión vulgar y cruda: que el neoliberalismo ha fracasado por completo”, escribió Frank hace ocho meses. ¿La respuesta de los demócratas? Elegir al candidato más establishment que tenían a mano -Hillary- para combatir a un movimiento basado en el repruebo al... establishment. De traca, sí.

Hillary Clinton ha sacado cerca de 10 millones de votos menos que Obama en 2008, y 6 millones menos que Obama en 2012; y eso que competía contra un candidato -Trump- que generaba toneladas de rechazo y pavor. O el progresismo fofo como imparable rodillo desmovilizador en un contexto de hartazgo explosivo. Y luego que si Bernie Sanders está fuera de la realidad...

Thomas Frank ha publicado ahora un artículo en 'The Guardian' en el que concluye lo siguiente sobre el ‘clintoncidio’: “La América de cuello blanco se ha pasado todo el año insultando y silenciando a todo aquel que no compartiera su valoración. Y resulta que han perdido. Quizá ha llegado la hora de valorar si su estridente santurronería, bramada desde un estatus de clase alta, echa para atrás a la gente. Un problema aún mayor es que una especie de complacencia crónica echó raíces hace años años en el progresismo americano... Es el progresismo de los ricos, que primero falló a las clases medias, y ahora ha fallado electoralmente”.


Resultados Elecciones Estados Unidos 2016: Por qué el fulastre no era Trump sino los que se reían de él. Blogs de Animales de compañía
 

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Correcto todo, en especial que la prensa -tanto en USA como aquí- es una basura.
Espero que se haga la limpieza, natural y necesaria, de medios que sólo desinforman.
 

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Otra cagada para los podemitas y el stablishment.

Y ya van no se cuantísimas.

Lo que esta claro que el mundo esta harto del marxismo cultural y los cosas que lo defienden.
 

Ellis Wyatt

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Es mucho más fácil burlarse de ellos por sus almas retorcidas y racistas, y cerrar los ojos ante la evidente realidad de la que el trumpismo es sólo una expresión vulgar y cruda: que el neoliberalismo ha fracasado por completo”, escribió Frank hace ocho meses.
¿Es que los progres lo resuelven todo aumentando aún más la intervención del estado? jorobar, se hunde ahora la URSS y estos son capaces de decir que es por la aplicación de políticas neoliberales, y que no eran lo suficientemente comunistas.

Con esas, a Trump le quedan 8 años al frente de la Casa Blanca si no se lo cargan antes los que controlan al rebaño progre, y no hace ninguna merluzez especialmente subida de peso.
 

Votante=Gilipollas

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Excelente artículo. Sería interesante leer a Thomas Frank, me interesa eso de la "guerra cultural".
 

Gothaus

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Atsí pacutsá.
Que los conservadores hayan pasado a ser los revolucionarios actuales, la contracultura, el antiestablishment, como lo fueron los jipis en los 60, manda bemoles. Eso nos da una muestra de lo que ha poco equilibrado el progremierdismo.
 

iconoclasta

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Somewhere under the rainbow
Este tipo no tiene ni idea de las líneas divisivas del debate americano:

En los años noventa, los neocon estadounidenses convirtieron la guerra cultural en una lucha de clases a la inversa

Los neocon (neoconservadores) son un grupo minoritario de supuestos derechistas americanos que cooptaron el partido republicano hace unas décadas y dominaron durante la administración Bush. Son tan progres como los liberals, sionistas convictos y confesos, y -esto es lo que les diferencia- gustan de llevar la democracia al mundo mediante las bombas.

Durante estas elecciones, los neocons (Brooks desde el NYT, Kristol desde la tele) han defendido a Clinton, que en el política exterior ha sido siempre una neocon.

Los que luchan contra ellos son la vieja derecha (también llamada paleoconservadores), conservadora en la moral, y aislacionista en política exterior. Estos, con la ayuda de los trabajadores blancos a los que despreciaron los demócratas, han sido los que han ganado las elecciones.
 

Joaquim

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Antiparticula

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El traje nuevo del Emperador

[Cuento infantil - Texto completo.]
Hans Christian Andersen

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.

No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estulta.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los simples. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera menso o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era menso o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el tonalidad y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré simple acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».

-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.

-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy simple -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan simple? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.

-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?

Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!

-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle – anunció el maestro de Ceremonias.

-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? – y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por menso. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.

-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

FIN
 

Harman

Rojo
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Los únicos que no se han enterado que Killary está a la derecha del partido Republicano son los progresistas e “interesados” de está parte del charco.

Los 10 millones de votos que le faltan a Killary son los progresistas demócratas.

Y hasta que el partido no vuelva a sus orígenes se quedarán en casa.


Democrats Caused President Trump; They Caused His Victory

 

n_flamel

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El traje nuevo del Emperador

[Cuento infantil - Texto completo.]
Hans Christian Andersen

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.

No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estulta.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los simples. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera menso o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era menso o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el tonalidad y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré simple acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».

-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.

-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy simple -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan simple? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.

-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?

Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!

-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle – anunció el maestro de Ceremonias.

-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? – y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por menso. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.

-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

FIN
este cuento habla de la sociedad, el miedo social, del miedo a decir lo que piensas porque temes que se van a reír de ti.
En los Simpson hablaban de la 'ley del recreo' que decia:
-no digas lo que piensas hasta saber que todos piensan lo mismo.
-ríete siempre del que es diferente.
la progresía sigue en el patio del colegio. Borregos, estúpidos y cobardes.
 

radovan

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gana Trump y:
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