UN MINUTO PARA TODOS
La última vez que vi a Rita Barberá fue en el besamanos del monarca, completamente sola, mirando hacia los lados, buscando la mirada cómplice, el gesto amable, el saludo fraternal y distante, aunque fuera helado, de algún viejo camarada de armas. Nada, indiferencia y soledad. Marchaba por la calle como al destierro, cabizbaja, cetrina, la sonrisa forzada en un rictus de amargura. En su mirada se intuía el desengaño de los vencidos, de los traicionados. Solo Margallo, por mor de un tropiezo imprevisto, le brindó un diplomático beso de compromiso.
Sentado frente al televisor, lleno de vergüenza ajena, pensé que ya nadie del Clan de los Genoveses tendría un minuto para Rita. Nunca. Jamás. Pero me equivoqué: hoy lo han tenido. De silencio, lo llaman, como si el silencio fuera un manto que cubriera la ignominia o un remedio que lavara las conciencias. Dicen que es una cuestión de respeto, de honor, de educación, de decencia, una muestra de humanidad, casi de civilización. Lo dicen sin inmutarse quienes ayer negaron el mismo minuto de silencio al difunto Labordeta -por ser rojo y porque los había mandado a la hez.
¿Quieren los señores un minuto para Rita? Ahí va el mío, con todos los respetos. Y aunque sigan sin pedirlo, otro para Labordeta, y para la anciana calcinada, para los suicidados en la crisis, para los sin techo, los pensionistas estafados y empobrecidos, las madres sin cesta de la compra, los parados sin subsidio, los desahuciados, las familias de la cola de Cáritas... Un minuto de silencio y de respeto para los millones de españoles con la felicidad secuestrada o caídos por España con la ilusión en los colmillos, asesinados en vida por quienes anteponen el dinero a la patria y a las personas. Pido ese minuto. Lo exijo. Para todos.