Yo tomé tal camino hace años, con la mala excusa de un fingido hartazgo de lo que había sido mi rutina desde niño -hijo de un padre casi perpetuamente expatriado y una madre extranjera-, como era el vagar por el mundo y, como decía aquel, de tanto variar vida y destino. Digo fingido porque, al cabo, he aguantado quieto cuanto era previsible: entre poco y nada, excuso decir.
Menos de una década en el oficio, al que milagrosamente accedí directamente -sin interinaje- de la primera y como el penúltimo de la lista de entonces, estoy en trámites de excedencia mientras trato de resolver un puesto, también docente, en Francia. Desde que empecé en el oficio, los dos destinos laborales que tuve fueron, al cabo, aceptables; los alumnos nada distintos de sus mayores del país y el mundo en el que vivimos: espejos son los chicos de nuestras más íntimas miserias.
Lo peor, con todo, han sido claustros y normas, pedagogos y burocracias, educadores y administraciones. Difícil de imaginar para todo aquel que no lo haya padecido el infinito hartazgo que asuela a cualquiera que penetre en la selva educativa española con la seria, a la vez tan vana e ingenua, tarea de enseñar. No es tiempo de solemnidades. No es tiempo de rigor, ni de esfuerzo, ni de dedicación, ni de trabajo en las aulas, ni de estudio, en suma. No es tiempo de conocimientos, ni de transmisión de un legado, ni de cultivo de la memoria; no es tiempo de libros ni de cultura. No es tiempo de la personal e íntima lucha contra la bestia de la ignorancia; lucha en esencia solitaria y que, al cabo, nos humaniza. Es tiempo de otra cosa.
Tiempo de aprender a aprender, de aprendizajes colaborativos, de inteligencias múltiples, de cultivo de las emociones, de la trascendencia e interioridad, de la espiritualidad laica, de los cacharros electrónicos en el aula, del twitter y el facebook como herramienta docente, de la wikipedia como única custodia del saber, de habilidades y competencias y de una pastosa y hastiante jerga que se anhela mal remedo de la empresarial que todo lo impregna y arruina; tiempo de una ignorancia abrumadora y tan satisfecha que, sinceramente, ha vencido incluso a mi meticulosa displicencia hacia la barbarie de la modernidad educativa. Me voy harto de comisiones absurdas, de reuniones inútiles, de inanes cursos de formación, de cocopas con necios, de criterios de madurez en niños mentales, de constructivismos de la nada, de pedagogías de la ignorancia; de ese tan vano teatro de sombras en el que se difuminan una sociedad y un mundo que perecerán ahitos de su nesciencia.
El salario, al menos para alguien desesperantemente austero como yo, es bueno. Está relativamente bien pagado y el suelo es estable. Hágalo si esas son sus aspiraciones. Yo, gracias al azar, he solucionado tan aburrida cuestión y ahora me voy a otras cosas. Seguiré en la enseñanza, aunque en otros predios más agradables, ajenos, de momento, a tales marañas que aquí nos enredan.
La educación en España, amigo, es insoportable.